El solitario vivía en un mundo que tenía apenas una casa,
una y grande, con un árbol asombroso en su único patio florido con una flor de
cada especie que cada vez que llegaba el sol del verano mostraban sus pistilos
y hacían reverencias suntuosas hacia la luna dándole la espalda al sol.
Un día El solitario salió a caminar solo, solamente por
placer, hasta el único río que existía en su planeta, el único río que él veía
en su vida, con la misma piedra y la misma montaña a su alrededor . Al llegar
allí miró su reflejo en el agua y una sola nube que posada sobre su
cabeza a miles de kilómetros en el cielo comenzó a deshacerse en una lluvia tan
tupida que incluso costaba mirar el horizonte. El solitario al darse cuenta de
la lluvia se alegró y volvió a mirar su reflejo, mas esta vez en su corazón se
anidó la tristeza al constatar de una vez por todas que en su mundo se
encontraba solo, ya que incluso su reflejo no estaba exento de desvanecerse.
Algunos días después del suceso con el reflejo, El solitario
percibió algo en la lejanía en uno de sus paseos al río, veía dos casas, con
dos árboles cada una, que sobresalían desde su patio. Debido a lo impresionado
que se encontraba al ver esta realidad decidió acercarse y encontró no muy
lejos a más gente, que, a diferencia de él, no vivían solos, si no que tenían
familias. El solitario no lo podía creer; no entendía nada de lo que pasaba
hasta que una de las personas que se encontraba de visita en una de las casas
le dijo -al darse cuenta de sus dudas-:
- Lo que sucede es fácil, abriste tu mundo…