Eran las tres cuarenta y cinco de la madrugada cuando un
insomnio voraz me consumía. Todo se encontraba apagado, desde mi cuarto hasta
el patio de la casa. Las calles eran iluminadas por aquellas luces de los
postes y las estrellas que jugaban con la luna. Estas se esforzaban por pasar a
mi cuarto para visitarme, hasta el punto de lograrlo. Mientras esto sucedía, en
un escape fugaz fui al baño y supe que mis padres yacían sobre sus lechos
durmiendo.
Al volver a mi cama y sentarme sobre el borde de ella para
quitarme las pantuflas, una idea corrió velozmente por mi cabeza. Miré mi
abrigo, ese que estaba colgado en el perchero de la puerta, fui hasta él, lo
revisé y saqué la cajetilla de cigarros que estaba en el bolsillo interior del
lado derecho, la saqué junto con en el encendedor y me dirigí a la ventana, la
cual conectaba con la calle. Una vez
ahí, saqué cuidadosamente un cigarrillo, corrí las cortinas y la ventana
y comencé a fumarlo de forma tranquila mientras el humo ascendía y una que otra
estela se filtraba hasta mi habitación, justo, entre la luz del faro y la de las
estrellas, quienes bajaron con la luna.
Como ya estábamos todos adentro los invité a fumar conmigo,
compartiendo todos del mismo cigarrillo. Al final, cuando este se consumió les
pedí amable y afanosamente que se marcharan, pues el delito ya estaba consumado
y lo único que faltaba por hacer era tirar su cadáver lejos, esparcir sus
cenizas que estaban mezcladas con mis deseos y una que otra preocupación (quizás también había alguna duda). Listo
esto, ya solo quedaba el final: borrar las evidencias y así terminar de una vez
con el delito, con el crimen perfecto.
Ahora el crimen está consumado, las evidencias borradas y
solo me espera mi cama como si fuera el lagar de mi insomnio y la tierra
fértil de mis pensamientos.
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